GANCHO DEL LOBO es un movimiento de jóvenes chilenos, cuya misión y labor es difundir nuestro ideal, nuestra forma de pensar, nuestra visión en torno a esta sociedad y la contingencia internacional; así como también promover los valores patrios e identidad chilena, lo cual no resta nuestros lazos internacionales. A causa de nuestras creencias somos censurados, perseguidos y repudiados por los promotores del odio.

jueves

TRANSVALORACIÓN DE TODOS LOS VALORES

Francisco Bengoechea

La transvaloración cristiana
En los últimos años de su vida lúcida, se propuso Nietzsche escribir una obra fundamental que debía recoger en una visión unitaria su pensamiento filosófico, hasta el momento disperso e incompleto, a la cual pensó ponerle por título Voluntad de poder, y luego Transvaloración de todos los valores (Umwertung aller werte). Pero no llegó a culminarla. Con los últimos días de 1888 se le va a Nietzsche la razón, que ya no recobrará ni siquiera parcialmente, dejando en lugar de una obra acabada un número considerable de anotaciones preparatorias y varios intentos de articularlas. Es probable que se le escapara el tiempo; se asegura también que abandonó la empresa por su incapacidad para dominar y someter a una forma orgánica los múltiples elementos de una filosofía esencialmente compleja y anárquica. En cualquier caso, sabemos con seguridad que en sus últimos años de cordura entendía por "transvaloración de los valores" una cuestión que revestía a su juicio una importancia esencial.
La expresión aparece por primera vez con una significación relevante en el parágrafo 46 de Más allá del bien y del mal. «Los hombres modernos», escribe Nietzsche ahí, «con su embotamiento para toda la nomenclatura cristiana, no sienten ya la horrorosa superlatividad que había, para un gusto antiguo, en la paradoja de la fórmula "Dios en la cruz". Nunca ni en ningún lugar había existido hasta ese momento una audacia igual en dar la vuelta a las cosas, nunca ni en ningún lugar se había dado algo tan terrible, interrogativo y problemático como esa fórmula: ella prometía una transvaloración de todos los valores antiguos. - El Oriente, el Oriente profundo, el esclavo oriental fueron los que de esa manera se vengaron de Roma y de su aristocrática y frívola tolerancia...»
Como se habrá advertido, Nietzsche se refiere en ese pasaje a una "transvaloración de valores" que concierne a los "valores antiguos". Se trata de la aparición del cristianismo, de un primer movimiento de inversión que en ningún caso debe confundirse con la transvaloración que él predica y que se propone llevar a cabo. El cristianismo habría puesto "cabeza abajo" los valores antiguos, los valores que expresaban la cualidad superior del noble, la dominación del fuerte, la normalidad de unas relaciones prescritas por la naturaleza. Confrontado a esa situación enfermiza, Nietzsche se propone repetir el movimiento de inversión, pero ahora respecto a los valores cristianos, a fin de restablecer, mediante una inversión de la inversión, la normalidad perdida.
¿Pero en qué consiste el estado de anormalidad que sobreviene con el cristianismo? El texto nos ofrece una indicación precisa, al identificar la venganza del esclavo contra Roma, símbolo por excelencia de lo aristocrático, con el movimiento de inversión de los valores. Por oposición a Roma, el cristianismo es la ideología propia del estamento bajo, y por tanto su implantación significa nada menos que el triunfo de los esclavos. La primera transvaloración es una modificación de la jerarquía; tras su cumplimiento, lo que por naturaleza debería estar debajo pasa a ocupar un lugar preeminente. Sin duda, la inversión no se reduce a un mero vuelco en las posiciones, a una permutación de personas, familias, razas o pueblos, de forma que los anteriormente sometidos vayan a ocupar ahora el lugar de los dominadores. Nada esencial se alteraría con la sustitución de los agentes sociales, porque la estructura de dominación garantiza la preeminencia de la ideología propia del ejercicio de mando. Por ese motivo, el "triunfo de los esclavos" no debe entenderse como una permuta de puestos, sino como el triunfo de sus valores, acontecimiento que implica la eliminación de la estructura de dominación, de modo que manden todos, o lo que es igual, que nadie mande y nadie obedezca. Es el advenimiento de la democracia, el socialismo o el anarquismo, una homogeneización de los valores de la sociedad, una nivelación por abajo. No habrá en adelante dos morales distintas, dos puntos de vista sobre todas las cosas, uno elevado y otro bajo, sino una sola tabla de valores, la propia de los esclavos ahora aceptada por toda la sociedad. Esta situación no se implantó de golpe en Europa; Nietzsche la concibe como el resultado de un proceso iniciado hace miles de años y que todavía no ha concluido, aunque el actual hombre europeo presente síntomas alarmantes de hallarse rozando el límite de la decadencia.
«Con los judíos comienza en la moral la rebelión de los esclavos» (La genealogía de la moral, I, §7), declara Nietzsche; pero su condena de los judíos no la efectúa desde la perspectiva de la honestidad cristiana. La antítesis entre judaísmo y cristianismo, reconocida en el plano teórico y llevada al terreno práctico como voluntad de borrar literalmente del mapa a uno de los dos términos, es, entre otras cosas de peor índole, una maniobra de ocultación e hipocresía. De profunda raíz cristiana, la indignación del antisemita responde a una morbidez histérica que lleva incorporada una buena dosis de histrionismo. El antisemita se protege tras el "anti" como tras un conjuro, en la confianza de poder rehuir aquello que siente como más íntimo y que aliena y objetiva en la representación que se forma del judío. Del odio y resentimiento que reprocha a éste deduce su comportamiento insolidario y su implicación en los infinitos males de la sociedad. Su existencia se le hace insoportable, un agravio. El antisemita encuentra al judío demasiado rico, demasiado poderoso, demasiado inteligente, demasiado seguro de sus convicciones. Y, claro está, sin haberlo merecido. En el fondo, no son otros que el odio y el resentimiento los afectos que alientan el antisemitismo. Pero en este contencioso no habría inocentes. Nietzsche concibe la historia de occidente como la realización de un plan judío de venganza contra la vida, del que formaría parte el cristianismo como una etapa superior. Visto el proceso desde su culminación, el judaísmo es precristianismo; entre una moral y otra no hay una oposición real, que en buena lógica nietzscheana es siempre inversión o transvaloración, sino continuidad, superación y consumación que toman el aspecto falso de una antítesis. No hay honradez esencial del cristiano y doblez del judío, pero esa afirmación no implica la probidad de este último. “El odio judío, el espíritu de venganza contra todo lo noble, fuerte, bello, contra todo lo digno de aprecio que ofrece la vida, se halla tras la máscara seductora del amor cristiano como la savia que le da su energía.”
Ya se ve que Nietzsche entiende por "cristianismo" algo muy amplio, un movimiento general que universaliza los valores bajos de mansedumbre, compasión e igualdad. Su universalidad, la necesidad de que sean compartidos por todos los estamentos sociales, es una exigencia primordial. La consistencia que su verdad universal requiere se la proporciona la ficción de un mundo suprasensible, que al mismo tiempo descalifica los valores terrenos. En ese sentido, también el platonismo, que por su lado inventa el bien en sí y el espíritu puro, queda englobado en la categoría de cristianismo. «El cristianismo es platonismo para el pueblo» (Más allá del bien y del mal, "Prólogo", a partir de ahora citaremos BM), declara Nietzsche, y aunque en rigor lógico la frase no sea convertible en esa otra, "el platonismo es cristianismo para los filósofos", en su intención está el hacer del platonismo un pensamiento protocristiano, precristiano, o como quiera decirse, comprendido en cualquier caso en el concepto de cristianismo. Incluso el dispositivo que permite la transvaloración es el mismo en el caso de Israel y de Grecia. Y así, la enigmática atracción que ejerce la paradoja de un Dios crucificado, tiene su paralelo en la fascinación que el sacrificio de Sócrates produce en Platón. ¿Qué valor no tendrá la verdad en sí, el bien en sí, la belleza en sí, cuando un griego está dispuesto a entregar serenamente la vida por ellos? La seducción de Platón por Sócrates se convierte en manos de Nietzsche en el símbolo de la corrupción de la aristocracia antigua por el pueblo, del abandono de sus valores por abrazar los de la plebe.
También las ideas modernas quedan incluidas en el cristianismo. La democracia, el socialismo, el anarquismo son ideologías niveladoras, promotoras de una igualdad entre los hombres que atenta contra el orden de la naturaleza. Nietzsche constata que el mundo suprasensible, que daba consistencia a los valores bajos, ha perdido vitalidad. La creencia en Dios desfallece; y, sin embargo, se sigue reconociendo a esos valores un estatuto preeminente. En adelante, la prescripción de la igualdad, asociada a la tendencia espontánea del hombre de rebaño a adorar como únicos ídolos la seguridad y el confort impondrán como objetivo social la felicidad en este mundo, el bienestar universal, es decir, el triunfo definitivo de la moral de los esclavos. Tales ideales toman ahora el carácter de auténticos fetiches; autónomos con respecto a una instancia supraterrena que los fundamente, valen en sí, son estimables por sí mismos. Su aceptación general y su profundización implican la igualación progresiva de la humanidad y su repliegue hacia las condiciones de conservación y bienestar, la incapacidad de proponerse nuevas metas, el abandono de cualquier tarea superior, de cualquier futuro, el fin de la historia por fatiga de la voluntad, el éxito, en suma, del viejo plan judío de venganza contra la vida, que es por antonomasia exuberancia y prodigalidad. Por esa razón, no se hace bastante justicia a las ideas modernas por el mero hecho de incluirlas en el cristianismo si no se subraya que suponen la culminación de éste, la victoria final de un proceso que comenzó con una vehemente afirmación de Dios, de un mundo suprasensible que no es nada, para acabar en la nada de afirmación, en la pasividad de una voluntad cansada.
La transvaloración nietzscheana

En las páginas precedentes hemos tratado de la transvaloración cristiana; como es evidente, la inversión que Nietzsche propone es de signo contrario. Se trata de una reacción contra el nihilismo cristiano, de un movimiento de normalización que tiene como objetivo implantar los valores nobles. Para su examen, recurrimos de nuevo a un texto de Más allá del bien y del mal: «Nosotros los que somos de otra creencia, nosotros los que consideramos el movimiento democrático no meramente como una forma de decadencia de la organización política, sino como forma de decadencia, esto es, de empequeñecimiento del hombre, como su mediocrización y como su rebajamiento de valor, ¿a dónde tendremos que acudir nosotros con nuestras esperanzas? - A nuevos filósofos, no queda otra elección; a espíritus suficientemente fuertes y originarios como para empujar hacia valoraciones contrapuestas y para transvalorar, para invertir "valores eternos"; a precursores, a hombres del futuro, que aten en el presente la coacción y el nudo, que coaccionen a la voluntad de milenios a seguir nuevas vías» (§ 203). La democracia instaura el dominio del número, y tiende por tanto a disponer los recursos de la sociedad en favor de la mayoría, de acuerdo con sus gustos y sus valores. Es un movimiento de igualación, de homogeneización, que no soporta las naturalezas más fuertes y desautoriza el valor superior de aquellas formas de existencia que no están dispuestas a rebajar su vida y su pensamiento hasta el mínimo común y la estupidez. Es la postración ante el ídolo mediocridad, la entronización de aquellos individuos e ideas que encarnan en su mejor versión los valores que el vulgo reconoce.Ante un panorama tan sombrío, ¿en qué o quién podremos cifrar todavía nuestras esperanzas? O como inquiere Nietzsche, «¿a dónde tendremos que acudir nosotros...?» La pregunta es retórica, porque cuenta con una respuesta tajante: «A nuevos filósofos» . Así las cosas, la cuestión que se nos plantea con urgencia es la de elucidar quiénes somos nosotros los esperanzados, y quiénes los Nuevos filósofos que justifican tal esperanza.
Nosotros somos los espíritus libres, afirma Nietzsche (BM, §68); pero con ese juicio no nos abre de inmediato al conocimiento positivo del tipo de hombres en cuestión, porque parece caracterizar los espíritus libres por aquello que no son antes que por algún atributo positivo. Evitaremos, de entrada, confundirlo con los librepensadores. Son éstos niveladores de la sociedad, ilustrados promotores de la democracia y defensores de las ideas modernas, que proclaman el bienestar y la seguridad para todo el mundo, la igualdad de derechos y la compasión con todo lo que sufre. Nosotros, los espíritus libres, somos los antípodas de tales librepensadores. Las notas que nos caracterizan y que nos permiten confirmar nuestra condición, «darnos a nosotros mismos nuestras pruebas de que estamos destinados a la independencia y al mando» (BM, §41), presentan el siguiente tenor negativo: "no quedar adherido a ninguna persona", "a ninguna patria", "a ninguna compasión", "a ninguna ciencia", "a nuestras virtudes", ni siquiera quedar adherido "a nuestro propio desasimiento". En fin, la sentencia "hay que saber reservarse" las resumiría todas y expresaría la actitud circunspecta que las anima.
Semejante aproximación negativa a la naturaleza del espíritu libre se corresponde con la función que la historia le asigna. Él es el heraldo y precursor del nuevo filósofo, también llamado filósofo del futuro. Su tarea consiste en destruir creencias, en batir el terreno de la filosofía y de las ideas para que sobre él pueda erigir este último un nuevo pensamiento, unos nuevos valores y un nuevo orden. El nuevo filósofo es el creador autónomo. Su voluntad es legisladora: no acata valores creados por otros, sino que es fuente primordial de valores, un espíritu suficientemente fuerte y originario «como para empujar hacia valoraciones contrapuestas y para transvalorar, para invertir "valores eternos» (BM, § 203). En contraposición al esclavo, que obedece y padece, se afirma como ser libre, cuyo querer es un mandar y un crear. Ahora bien, libertad, voluntad de mando y creatividad son las tres virtudes que definen el ideal de hombre que Nietzsche suspende sobre la humanidad como su meta, el caso más afortunado de la especie, su ejemplar superior, el superhombre (Übermensch).
Se advierte al momento que el perfil esbozado del nuevo filósofo coincide con el del superhombre, de modo que si no agota el tipo se trata al menos de una de sus variedades. Justamente en su naturaleza de precursor del superhombre residiría la positividad del espíritu libre, que no atinábamos a determinar, y su decir "no" cobraría la importancia de condición necesaria de una afirmación superior de la vida. Ahora que, tal condición, anterior por definición a los nuevos valores, tendría a su vez su propia condición en aquello que niega, en los valores antiguos, en el cristianismo. Y sabido es que la actividad crítica queda presa del contenido criticado, por lo que mal podría llamarse con propiedad "nuevos" a unos valores fundados en un movimiento que extrae toda su savia de los valores antiguos. Nietzsche denomina precisamente "antítesis" a esa falsa transvaloración que eleva el momento negado a una fase superior, a un simulacro de oposición que no es otra cosa sino perfeccionamiento y aumento de racionalidad de un determinado principio espiritual, una mera superación, como sucede en el caso antes comentado del odio judío y el amor cristiano. La propuesta de un cambio radical, de una transvaloración en el lenguaje de Nietzsche, exige un principio para la instauración de valores que, en un sentido más profundo, sea absolutamente incondicionado. Y ese principio es la vida, entendida como voluntad de poder. Dejando a un lado toda suerte de teorías idealistas, habría una imagen común de la vida, que es aquella justamente que a juicio de Nietzsche Darwin habría conceptualizado como lucha por la existencia. Sería ésta una representación vulgar, nacida de una voluntad débil replegada sobre sí misma, que acorde con el talante conservador en que se origina aprehende el mundo de forma conservadora, interpretando incluso la evolución y el cambio de especies como efecto de un esfuerzo por la supervivencia. La filosofía de Spinoza constituiría su referencia filosófica por antonomasia. Doscientos años antes este filósofo habría hecho de la tendencia a perseverar en el ser, pulsión en la que se ha querido ver el principio de inercia físico, la determinación más general de todo individuo natural. Las metamorfosis, las superaciones las interpretaba como los rodeos necesarios de un principio de inercia, de conservación. Pero cuando la esencia íntima de la vida se piensa como voluntad de poder, ya no se determina como lucha por la existencia, esfuerzo por perseverar en el ser o tendencia a la eternización, sino como impulsión al poder, al crecimiento, a la intensificación.
Desde el conocimiento y asunción de ese principio se miden los valores cristianos, y desde él se les denuncia como decadentes y nihilistas. La vida como voluntad de poder fundamenta tanto la creación de los nuevos valores, como la agresividad contra los antiguos, de donde se desprende que el movimiento de destrucción no debe su positividad al beneficio futuro que pudiera derivar de tal acción, sino al fundamento de que brota. La forma negativa en que se presenta no debe llevar a engaño: su decir no es un esencial decir sí, su carácter afirmativo proviene inmediatamente de su principio.
La negación que esencialmente es afirmación, y la afirmación que se manifiesta como tal constituyen las dos funciones necesarias de un único movimiento de instauración de valores. Toda creación implica destrucción; la separación entre los espíritus libres y los nuevos filósofos obedece únicamente a una distinción entre dos funciones que desempeña un mismo tipo de hombre. La diferencia esencial, la auténtica oposición, la establece Nietzsche entre los promotores de las formas de vida superiores y los decadentes, entre los dos tipos de hombre situados a un lado y otro de la línea que traza la transvaloración.
La imagen concreta de la transvaloración
Pero hasta ahora hemos tratado abstractamente de la transvaloración de los valores; ha llegado el momento de hacer el intento de apresar su representación concreta, de preguntarnos en qué consiste propiamente esa operación que fuerza a la voluntad a tomar unos caminos distintos a los recorridos durante dos mil años de cristianismo ¿O quizá sea vano buscar tal representación, si, como se sostiene habitualmente, Nietzsche habría perorado cumplidamente sobre valores rigurosamente distintos, pero sin concretar ninguno, habría propuesto un futuro superior, pero sin adelantar uno solo de sus rasgos singulares? La continuación del texto de Más allá del bien y del mal, parágrafo 203, que venimos comentando, pueda tal vez despejar alguna duda: «Para enseñar al hombre que el futuro del hombre es voluntad suya, que depende de una voluntad humana, y para preparar grandes riesgos y ensayos globales de disciplina y selección destinados a acabar con aquel horrible dominio del absurdo y del azar que hasta ahora se ha llamado "historia" -el absurdo del "número máximo" es tan sólo su última forma-: para esto será necesaria en cierto momento una nueva especie de filósofos y de hombres de mando, cuya imagen hará que todos los espírtus ocultos, terribles y benévolos que en la tierra han existido aparezcan pálidos y enanos. La imagen de tales jefes es la que se cierne ante nuestros ojos: -¿me es lícito decirlo en voz alta, espíritus libres? Las circunstancias que en parte habría que crear y en parte habría que aprovechar para que aquéllos surjan; las sendas y pruebas presumibles mediante las cuales un alma ascendería hasta una altura y poder tales que sintiese la coacción de realizar tales tareas; una transvaloración de los valores bajo cuya presión y martillo nuevos una conciencia se templaría, un corazón se transformaría en bronce, de modo que soportase el peso de semejante responsabilidad...»
La historia habría sido hasta ahora un producto del azar, un proceso ajeno a la determinación consciente del hombre. Pero en adelante los nuevos filósofos enseñarán a los hombres que el futuro depende de su voluntad. Justamente en la frase "transvaloración de los valores" podemos ver la «fórmula para designar un acto de suprema autognosis de la humanidad» (Ecce homo, "Por qué soy un destino", §1). Como Marx, cree Nietzsche que la historia propiamente dicha comenzará cuando el hombre tome el destino en su mano y organice y dirija la sociedad racionalmente, de acuerdo con un plan consciente. Pero para que eso suceda no bastará con que el nuevo filósofo proclame la capacidad humana de crear el futuro, sino que deberá añadir a su actividad teórica la práctica de la "disciplina" y la "selección". Y así, en razón de la especificidad de su intervención, Nietzsche distingue en el superhombre dos tipos: los filósofos y los hombres de mando, reservando para aquéllos la función más relevante de creación de valores y fijación de fines, y para estos la tarea de disponer los medios adecuados. Ellos conseguirán desbaratar «el horrible dominio del absurdo y del azar que hasta ahora se ha llamado historia».
Los términos "absurdo" y "azar" expresan el comportamiento indiferente, o incluso contrario, de la historia respecto a su objetivo natural, en favor del cual deberían haberse empleado las energías humanas de todos los siglos pasados. Ese objetivo es el superhombre. La determinación del superhombre como meta de la humanidad responde a la cuestión fundamental acerca de «qué tipo de hombre se debe criar, se debe querer, como tipo más valioso, más digno de vivir, más seguro de futuro» (El Anticristo, §3). Nunca antes de ahora había asumido la humanidad como tarea la realización de ese individuo superior; por ello, la irrupción de éste en la historia era producto del azar: «Ese tipo más valioso ha existido ya con bastante frecuencia: pero como caso afortunado, como excepción, nunca como algo querido.» (Ibídem). En adelante, su elevación se planificará, como planifican el ganadero o el jardinero la mejora de la especie.
¿Pero quién lleva a cabo la planificación? ¿Quién es aquí el ganadero o el jardinero? El nuevo filósofo, ha dicho Nietzsche; o lo que es igual, el superhombre. Pero en ese caso, ¿no es el superhombre condición de sí mismo? ¿No hacemos del superhombre causa sui, una réplica del barón de Münchhausen, quien para salir de la ciénaga se tiraba de los pelos? El círculo se presenta al pensar equivocadamente el superhombre como una especie nueva, distinta y superior a la humana. Pero respecto a este asunto, Nietzsche es contundente: «No qué reemplazará a la humanidad en la serie de los seres es el problema que yo planteo con esto (-el hombre es un final- )...» (El Anticristo, §3). En rigor, el superhombre propiamente dicho es un ideal y no una especie en sentido biológico. Sin duda el hombre absolutamente autónomo es imposible, pero se puede participar más o menos de esa condición, se puede ser superhombre en mayor o menor grado. Por eso Nietzsche, refiriéndose a individuos concretos, suele emplear expresiones como "una suerte de superhombre", "superhombre en parte", etc., que se refieren a aproximaciones a un ideal que orienta un proceso indefinido de perfeccionamiento de la especie. La mayor diferencia de que aquí se trata no es pues entre especies; proyectada sobre ese proceso de fondo, la diferencia esencial no se abre entre el espíritu libre y el nuevo filósofo, sino entre estos dos últimos y el cristiano -concepto éste que, como hemos visto engloba al precristiano y al postcristiano, con independencia de su adhesión a cualquier religión positiva o de su creencia en Dios-. Es la vida entendida como voluntad de poder el criterio que permite distinguir entre los dos tipos de hombre más alejados entre sí. Nosotros somos ya en alguna medida el superhombre, participamos de él cuando criticamos los valores antiguos y le proporcionamos al hombre un sentido y una meta.
La asunción por la humanidad de un plan que tenga como ideal el superhombre supone la inflexión más importante de la historia. Significa acatar la obligación, inherente a todos los seres vivos y de la que el hombre se ha desviado, de llevar la vida, en los límites que marca la especie, a su grado máximo de intensidad. Es decir, perfeccionar el ejemplar humano, elevarlo hasta los tipos de existencia más afortunados, hasta el superhombre. Su creación gradual precisa de unas condiciones sociales concretas que a modo de hábitat favorezcan su desarrollo, condiciones que sólo pueden implantar aquellos hombres que de algún modo participen del mismo tipo, que estén interesados en su propio perfeccionamiento.

Paulatinamente se nos va haciendo más preciso el significado de la transvaloración: desde la vida, entendida como voluntad de poder, se determina el objetivo natural de la humanidad, el superhombre. Estos dos elementos, el principio y la meta, nos proporcionan la piedra de toque que nos permitirá posteriormente enumerar los mandamientos de una nueva tabla de valores: «¿Qué es bueno? -Todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo en el hombre» (El Anticristo, §2). Pero todavía la idea de transvaloración se nos antoja demasiado abstracta. En el intento de alcanzar una representación más concreta, nos preguntamos: ¿Qué condiciones son las idóneas para la creación de ese ejemplar superior? ¿Cúal es su hábitat natural, la estructura social que le conviene? ¿Qué medios hay que disponer para realizar la sociedad del superhombre? Y aún hay otra cuestión más primordial, cuya resolución es preliminar a cualquier otra averiguación: ¿Significa la idea de superhombre un proyecto de salvación de la humanidad, de promoción global de la especie, de elevación de todos y cada uno de los hombres a un estado superior, a la figura de un hombre nuevo? Aproximábamos más arriba a Marx y Nietzsche porque ambos veían en la orientación racional de la historia la solución a la condena humana. Pues bien, en lo que toca a la determinación de los supuestos beneficiarios del acontecimiento, la distancia entre los dos filósofos es máxima. Marx piensa en la transformación del género humano en una nueva humanidad, en la elevación universal del hombre común a un hombre nuevo, superior y más feliz, capaz de desarrollar sus aptitudes en la rama que elija, pudiéndose dedicar hoy a esto y mañana a aquello, listo para cazar por la mañana, pescar por la tarde y apacentar el ganado por la noche, dedicando si le place un tiempo, después de comer, a ejercer la crítica intelectual. El panorama que pinta Nietzsche para la mayoría es mucho más sombrío. Suponer que ella pueda alcanzar colectivamente un estadio anímicamente superior es desvarío, contradicción en los términos, porque todo lo valioso y selecto es, por definición, raro, reservado a unos pocos, a los mejores. El programa de realización de una estirpe aristocrática debe incluir la estricta división de la sociedad en dos estamentos, de modo que sobre el de abajo, de amplia base, pueda sustentarse una raza privilegiada de hombres superiores, «a semejanza de esas plantas trepadoras de Java, ávidas de sol -se les llama sipó matador-, las cuales estrechan con sus brazos una encina todo el tiempo necesario y todas las veces necesarias hasta que, finalmente, muy por encima de ella, pero apoyadas en ella, pueden desplegar su corona a plena luz y exhibir su felicidad» (BM, § 258).
Sólo la vida exuberante de unos pocos justifica ante la historia la existencia miserable de una mayoría que carece de valor en sí misma y que no tiene más sentido que ser condición y medio de aquéllos. De forma que no debe extrañar que el proyecto social de Nietzsche, consecuente con los principios de su filosofía, incluya entre sus preceptos la esclavitud. Su texto sustituye con ventaja en claridad e impacto todo lo que yo pueda atribuirle sobre este asunto: «Lo esencial en una aristocracia buena y sana es, sin embargo, que no se sienta a sí misma como función (ya de la realeza, ya de la comunidad), sino como sentido y como suprema justificación de éstas, -que acepte, por tanto, con buena conciencia el sacrificio de un sinnúmero de hombres, los cuales, por causa de ella, tienen que ser rebajados y disminuidos hasta convertirse en hombres incompletos, en esclavos, en instrumentos. Su creencia fundamental tiene que ser cabalmente la de que a la sociedad no le es lícito existir para la sociedad misma, sino sólo como infraestructura y andamiaje, apoyándose sobre los cuales una especie selecta de seres sea capaz de elevarse hacia su tarea superior y, en general, hacia un ser superior» (BM, § 258)
Resta, por último, referirnos a los procedimientos prácticos de disciplina y selección antes mentados, que Nietzsche considera necesarios para crear la nueva sociedad aristocrática. Una vez más, preferimos ceder la palabra al autor:
«Utilizar a los degenerados. Derecho penal nuevo: el culpable podrá ser utilizado como sujeto experimental (para un nuevo régimen alimenticio); la santidad del castigo consistirá en que un hombre haya sido utilizado para el mayor bien de los hombres futuros» (VP, IV, §181, edición de Würzbach).
«La autorización de tener hijos debería conferirse como una distinción y se debería impedir que las relaciones sexuales corrientes tuvieran la condición de medio de reproducción» (VP, IV, §50).
«En numerosos casos, la sociedad tiene el deber de impedir la procreación; para hacerlo, tiene el derecho, sin consideración de origen, rango y cualidades del espíritu, de prever las medidas coercitivas más rigurosas, las barreras de todo tipo a la libertad, la castración en ciertos casos. La prohibición bíblica: "¡No matarás!" es una ingenuidad comparada con la prohibición vital, de más peso, que se dirige a los decadentes: "¡No procrearás!"» (VP, IV, §252).
«La vida misma no reconoce solidaridad alguna, "igualdad" alguna entre las partes sanas y las partes degeneradas de su organismo; es necesario suprimir las últimas, o de lo contrario el todo perecerá. La piedad por los decadentes, la "igualdad" por los degenerados, sería la peor inmoralidad, supondría promover la contranaturaleza al rango de la moral» (Ibídem ).Que cada cual juzgue del caso como Dios le dé a entender. Antes de acabar, queremos insistir en que La transvaloración de todos los valores es una pieza fundamental de la filosofía de Nietzsche y no un elemento accesorio o una opción desvinculada de ella. Pero también señalar que la idea de transvaloración permite otras representaciones prácticas distintas de las que maquinó su autor, en algunos aspectos de signo diverso si no contrario a ellas, que pueden reclamarse con honestidad intelectual deducidos de esa idea. Baste mencionar las lecturas nietzscheanas de Klossowski, Foucault y Deleuze.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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- Norman

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